CARTEL
Camina hacia la antesala, en la radio suena "Diamons in the
sky" de Rihanna. Bruno se acerca y sube el volumen casi al máximo. Hace un
par de señas con la cabeza y manda a sus colegas a abrir la puerta de la
habitación del motel, les dice que salgan a tomar unas cervezas, simulando una
fiesta.
El trabajo es claro, toma a la víctima del pelo, una mujer de unos 20
años, tirada en una bañera, con los ojos vendados, y le dice, con un teléfono celular
en la mano, que llame y pida el dinero que debe.
El cartel de neón zumba entre la ruta y el desierto, el viento sopla
fuerte en este límite estatal de México.
La víctima será violada reiteradas veces, un paño repleto de gasolina cubrirá
la parte frontal de su torso, la piel saldrá desprendida cuando el calor la
ablande lo suficiente.
Serán unas ocho botellas de tequila disipadas entre una innumerable
cantidad de latas de cerveza las que circundarán a la mujer agonizante. El
proceso de tortura es siempre el mismo y culmina, finalmente, con la muerte de
la víctima, paguen o no su rescate. "Te portaste muy muy mal, eso es todo,
ahora llama y consigue el dinero que tú tan mal te gastaste y te volverás
tranquila para tu casa", es más o menos lo que suelen decirle a las
víctimas.
Las fosas comunes en México son muchas, generalmente cada perímetro
cuenta con más de doscientos mil cadáveres anónimos y una dotación de seis o
siete policías protegiendo la zona de cualquier curioso.
Hace tres meses que el cartel impartió la normativa de que sus sicarios
se aseguren que ninguna víctima pertenezca a la DEA, puesto que cada agente
cuenta ahora con un chip de rastreo que permite encontrar el cadáver vía
satélite, y provoca que el gobierno norteamericano se vea obligado a exigir su
rescate, dando a conocer una "zona de reserva" y provocando que familiares
de las víctimas puedan reclamar sobre ese predio.
Bruno va ahora en su Audi TT por las calles de Juarez, como siempre,
afectado por la cocaína, el alcohol, la euforia de poseer cada cuerpo, cada
mujer. Las calles están oscurecidas por la gran llama del sol, los cuarenta
grados de calor, la gente semi desnuda caminando por las calles y una red por
encima, como cables invisibles, apretando la nuca de cada habitante,
tensionando sus ojos con la sustancia generalizada del terror, los ruidos de
los disparos, los llantos de dolor, la impotencia y el olor sutil, casi
imperceptible ya, de las pilas y pilas de cadáveres.
"El monstruo está ahí arriba" piensa Bruno, la cerveza fría, a
punto de disparar, de vaciar otro cargador en la mesa contigua. "El monstruo
habla", el ruido de los disparos, los gritos, la sangre, los cuerpos
convulsionando, las miradas brillosas a punto de caer en el último sueño.
"El monstruo, el monstruo, el monstruo". Bruno mira a la víctima
atada en la cama, los gritos mudos debajo de la mordaza. Suena su celular,
efectúa otro disparo, se da otro pase, toma otro trago de tequila, maneja su
auto, pide otra botella de champagne, vacía el cargador, la toma del pelo, le
pide que se la chupe, da un apretón de manos, se sienta en el VIP de un
boliche.
"Frenético, el monstruo no tiene fronteras, frenético, el
monstruo", la mirada de Bruno lo manifiesta mediante el punto negro de sus
pupilas dilatadas, la frente transpirada.
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